SEPTIEMBRE 03 DE 1965,
FRANCISCO ALBERTO CAAMAÑO DEÑO RENUNCIA A LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA EN ARMAS.
Trapichesur, en el 56 aniversario de la guerra patria de abril de 1965 publica el discurso que pronuncio el Coronel Caamaño, al renunciar a la presidencia de la república en armas, para dar cumplimiento a los acuerdos impuesto por la intervención militar norteamericana, como condición para terminar la grosera intromisión en los asuntos dominicanos. El propósito de esta publicación es para contrarrestar todas las mentiras de los sectores reaccionarios sobre el movimiento de abril y sus principales protagonistas.
El proceso iniciado en abril no ha concluido.... la lucha prosigue.......
Discurso de entrega del mandato presidencial: septiembre
03 del 1965.
Señores
miembros del Congreso Nacional:
Pueblo
Dominicano:
Porque me dio el pueblo el poder, al pueblo vengo a
devolver lo que le pertenece. Ningún poder es legítimo si no es otorgado por el
pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato público. El 3 de mayo
de 1965, el Congreso Nacional me honró eligiéndome Presidente Constitucional de
la República Dominicana. Solamente así podía aceptar tan alto cargo, porque
siempre he creído que el derecho a gobernar no puede emanar de nadie más que no
sea del pueblo mismo.
Bien
legítimo era ese derecho, forjado por nuestras grandes mayorías nacionales en
las elecciones más puras de toda nuestra historia, y depositado en mis manos en
momentos en que el pueblo dominicano se batía, a sangre y fuego, para
reconquistar sus instituciones democráticas. Estas instituciones, surgidas de
la consulta electoral del 20 de diciembre de 1962, fueron devoradas por la
infamia y la ambición de una minoría que siempre ha despreciado la voluntad
popular.
Los dominicanos se batían a sangre y fuego, porque esa minoría le
arrebató sus libertades el 25 de septiembre de 1963. Esa minoría es la misma
que siempre ha robado, encarcelado, deportado y asesinado a nuestro pueblo. Y
esa minoría, representada por el Triunvirato que presidió Donald Reíd, se llegó
a creer que este país le pertenecía y que sus habitantes eran sus esclavos.
Todos esos
vicios y errores significaban mayores dolores y miseria para el pueblo. La vida
se hacía insoportable. Ni una sola esperanza cabía en el alma de los
dominicanos mientras se mantuvieran gobernando los usurpadores del poder. Para
que renaciera esa esperanza se hacía necesario volver al gobierno libremente
electo, es decir, a la democracia de la Constitución de 1963. Todo indicaba que
la minoría gobernante, que pensaba y actuaba como propietaria de la nación,
permanecería en el poder aún en contra de los más vivos reclamos populares,
orientados hacia el rescate del régimen democrático.
La rebelión armada contra la ilegitimidad de su mando se convirtió
entonces en una imperiosa necesidad social. Fruto de esa necesidad, y de la
determinación de los dominicanos a ser libres, sin importarles la cuantía del
precio, estalla el glorioso movimiento 24 de abril.
Ese
Movimiento, inspirado en el más noble espíritu democrático, no era un
cuartelazo más. Razón tenía el profesor Juan Bosch cuando dijo, desde su
obligado exilio en Puerto Rico, que los dominicanos estábamos librando una
revolución social. Así era porque los sectores democráticos del pueblo, tras
mucho sufrimiento y mayores frustraciones, habían tomado profunda conciencia de
su papel histórico y, hermanados con los militares que respetamos el juramento
de defender la majestad de las leyes, se lanzaron a la calle en busca de su
libertad perdida.
Heroicamente, con más fe que armas, y con enorme
caudal de dignidad, el pueblo dominicano abría de par en par las puertas de la
Historia para construir su futuro. Hondas, muy profundas eran las raíces de esa
lucha. Desde la Independencia, desde la Restauración, caminaba el pueblo
muriendo y venciendo tras su derecho a ser libre. El 24 de abril era un paso
gigantesco hacia la construcción de ese derecho y hacia la democracia que lo
consagra plenamente. Los enemigos del pueblo, aquellos que por encima de los intereses de la
Patria colocan sus propios intereses en un vano empeño por mantenerse en el
poder, hacían correr, como ríos, la sangre generosa. Pero sobre nuestros
muertos, nos levantamos siempre con mayor fuerza. La Revolución avanzaba
triunfante. América entera miraba con admiración hacia esta tierra, esperando
ansiosa nuestro triunfo, porque en él veía una victoria de la democracia sobre
las minorías opresoras que azotan, como plagas, todo el Continente Americano.
Desgraciadamente, el 28 de abril, cuatro días
después de iniciada la Revolución, cuando la libertad renacía vencedora, cuando
todo un pueblo se volcaba fervorosamente hacia el encuentro con la democracia,
el Gobierno de los Estados Unidos de América, violando la soberanía de nuestro
Estado Independiente, y burlando los principios fundamentales que sostienen la
convivencia internacional, invadió y ocupó militarmente nuestro suelo.
¿Qué
derecho podían invocar los gobernantes norteamericanos para atropellar así la
libertad de un pueblo soberano? ¡Ninguno! Se hacían culpables de un gravísimo
delito, que atentaba contra nuestra nación. Contra América y contra el resto
del mundo. El principio de No Intervención, base fundamental de las relaciones
entre los pueblos civilizados, fue tan brutalmente desconocido que aún se
escucha por toda la vastedad del planeta el eco de la más dura repulsa contra
los invasores.
En este
continente de hermanos, al lado del clamor de los Gobiernos de Chile, Uruguay,
México, Perú y Ecuador, que encauzaron su actuación internacional haciendo
honor al sentimiento de fraternidad continental de sus respectivos pueblos, se
escucha así mismo, en defensa de la No Intervención y de la soberanía de
nuestro país, la vibrante y solidaria protesta de millones de latinoamericanos
indignados.
La humillación que el gobierno de los Estados Unidos
de América del Norte hacía sufrir a la República Dominicana, militarmente
invadida, significa también una dolorosa humillación para toda América. ¿Qué
normas, qué principios pueden servir a las naciones americanas para hacer valer
su vocación y su derecho a la independencia, cuando los gobernantes
norteamericanos decidan, con vanas excusas y apoyados en la fuerza de sus
cañones, imponerles su destino político? ¿A dónde ir a reclamar para que
reconozca el derecho de un pueblo a ser independiente y dueño de su propia
vida? ¿Qué organismos, qué instituciones serán capaces de defender esos
derechos y de alentar a los pueblos a ejercerlos, sin temor a la intrusión de
los que se han erigido en árbitros de la determinación ajena?
Para
desgracia de la República Dominicana y para desgracia de América, la
Organización de Estados Americanos, en vez de asumir la defensa de nuestra
soberanía, en vez de sancionar severamente la intervención militar para hacer
de este modo honor a los principios que dice sustentar, no sólo se colocó de
espaldas a su propia Carta Constitutiva, sino que también empujó, aún más, el
puñal que hoy se clava en el corazón de nuestra patria.
Pueblo en armas
Cuatro
días después de la intervención militar norteamericana, la Organización de
Estados Americanos decidió que se hiciera «todo lo posible para
procurar el restablecimiento de la paz y la normalidad en la República
Dominicana». En el texto de la Resolución que expresa lo citado nada
se decía acerca de la violación de nuestra soberanía. ¡Nada! Ni una sola
palabra hace referencia al monstruoso crimen del 28 de abril de 1965, que por
largo tiempo conmoverá a los frágiles cimientos del orden jurídico
interamericano. Todo lo contrario. La Organización de Estados Americanos se
empeñaba entonces, ignorando y torciendo los principios, en justificar y
validar la intervención militar norteamericana. Y así creyó hacerlo creando la
Fuerza Interamericana. La Resolución que consagra esa funesta medida,
registrada como Documento Rec.2 de la Décima Reunión de Consulta de Ministros
Americanos, revela muy a las claras la actitud del organismo regional a ese
respecto. En efecto, en ella se lee lo siguiente:
«Que la integración de una Fuerza Interamericana significará, ipso facto,
la transformación de las fuerzas presentes en territorio dominicano en otra
fuerza que no será de un Estado sino de un organismo inter-estatal…»
¡Transformación! He ahí la palabra que delata la
convivencia de la Organización de Estados Americanos con los invasores. Se
transformaban los «marines» en Fuerza Interamericana. Aquello fue la
institucionalización del delito político como norma de las relaciones
internacionales de nuestro continente.
La
intervención norteamericana vino, pues, a detener el triunfo de la democracia
dominicana y a apuntalar a la minoría que le niega y le disputa sus derechos a
nuestros pueblos. Tras el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional, obra de
los funcionarios de la intervención extranjera, se echó al desprecio al pueblo,
se fortaleció la corrupción, y el crimen se extendió por todo el país.
A pesar de la frustración momentánea que en
esos trágicos días sufriera la Revolución, el Gobierno Constitucional decidió
defender sus derechos. Naturalmente, ante la violencia y la fuerza del poderío
norteamericano, representado por más de 40 000 soldados, ya no era posible el
triunfo armado del movimiento democrático dominicano. Tuvimos que negociar con
los invasores a fin de conservar parte del tesoro de democracia que habíamos
comenzado a crear.
En la mesa
de negociaciones defendimos siempre los principios. Si abandonamos algunas de
las conquistas por las que el pueblo dominicano se lanzó a la lucha, no se
debió a que los negociadores de la Organización de Estados Americanos trajeran
proposiciones de un mayor contenido democrático que el perseguido en nuestros
objetivos iniciales. Cedimos solamente ante la realidad que nos imponía la
intervención americana. El corredor que las tropas extranjeras establecieron,
arbitraria e injustificadamente, dividiendo la ciudad en dos, no tuvo otra
razón que la de evitar que nuestra lucha se extendiera, desde esta gloriosa
ciudad, hacia todo el resto del país.
Las ansias democráticas habían hecho vibrar la República entera. La
causa que con las armas en las manos defendía el pueblo de Santo Domingo era la
causa nacional. Esta ciudad cuatro veces centenaria fue la vanguardia, y desde
ella nos lanzamos, triunfantes contra los opresores criollos. Se vislumbraba ya
la victoria de las armas democráticas, y cuando estábamos a punto de lograrla
plenamente, Estados Unidos de América se interpone, invadiéndonos para
salvaguardar los peores intereses y las más ruines ambiciones.
Fue
entonces cuando tuvimos que ceder en algunos de nuestros objetivos, porque no
podíamos vencer con las armas. Pero a pesar de toda la fuerza y de toda la
violencia del poderío militar norteamericano, no cedimos por temor o por miedo
a ser vencidos. Testigo es el mundo de la lucha que libramos, del coraje y la
valentía de ese pueblo en el terreno del honor y en el campo de batalla.
Oportuno es que me detenga aquí para rendir homenaje
a los héroes que entregaron sus vidas luchando por la democracia y la soberanía
nacionales. Ese Combatiente Desconocido, que reposa en esta Plaza de la
Constitución, es el símbolo del sacrificio y
del amor de los dominicanos por su
libertad. Como él, murieron miles. De
ese semillero de héroes crecerá vigoroso el futuro de la patria. Porque héroes
son los que dieron la vida tratando de evitar que se creara el corredor
internacional que detuvo nuestra marcha victoriosa. Porque héroes son los que,
con piedras en las manos, detuvieron los tanques de acero en el Puente
Duarte. Héroes son los que defendieron hasta el último aliento la Zona Norte de
la ciudad; héroes son los que recibieron, impávidos, los ataques aéreos al
Palacio Nacional; héroes los que durante los días 15 y 16 de junio recibieron
valientemente la metralla extranjera; héroes los del 29 de agosto; héroes
también los que han muerto en todos nuestros frentes, en campos y ciudades
defendiendo la integridad nacional.
Nunca tal vez en la vida
de los dominicanos se había luchado con tanta tenacidad contra un enemigo tan
superior en número y en armas. Luchamos, sí, con bravura de leyenda, porque
íbamos desbrozando con la razón el camino de la Historia.
No
pudimos vencer, pero tampoco pudimos ser vencidos. La verdad auspiciada por
nuestra causa fue la mayor fuerza y el mayor aliento para resistir. ¡Y
resistimos! Ese es nuestro triunfo porque sin la tenaz resistencia que
opusimos, hoy no pudiéramos ufanarnos de los objetivos logrados.
Nosotros
cedimos, es cierto, pero ellos, los invasores que vinieron a impedir nuestra
revolución, a destruir nuestra causa tuvieron que ceder también ante el
espíritu revolucionario de nuestro pueblo.
Ahí están, hablando por sí solas, las conquistas
alcanzadas y que constan, engrandecidas por la sangre de los caídos, en el Acta
Institucional y en el Acta de Reconciliación Dominicana. Se nos han reconocido
múltiples derechos económicos y sociales. Hemos logrado la fijación de
elecciones libres a breve plazo. Hemos conquistado las libertades públicas, el
respeto a los derechos humanos; el regreso de los exiliados políticos, el
derecho de todo dominicano a vivir en su patria sin temor a ser deportado. Pero,
por encima de todo, hemos logrado una conquista inapreciable, de fecundas
proyecciones futuras: ¡La conciencia democrática! Conciencia contra el
golpismo, contra la corrupción administrativa, contra el nepotismo, contra la
explotación y contra el intervencionismo. Hemos conquistado conciencia de
nuestro propio destino histórico. En suma, conciencia del pueblo en su fuerza,
que si el 24 de Abril le sirvió para derrotar a las oligarquías civil y
militar, hoy, nutrida por esa maravillosa experiencia y esta lucha asombrosa le
permitirá forjar, en la paz o en la guerra, su libertad y su independencia.
¡Despertó el pueblo porque despertó su conciencia!
Esos son los logros de esta revolución. No solamente nuestros, sino
también de América. Los principios que aquí han sido defendidos son los mismos
que hoy conmueven a todas sus naciones. Cuando los pueblos situados al sur del
Río Bravo expresaban su solidaridad con nuestra lucha, junto al estímulo
fraternal iban también, profundamente unidas, sus más caras e íntimas
aspiraciones. Desde México hasta Argentina la democracia es el sueño de
millones de hombres que quieren convertir en realidad. Sueño de paz creadora,
de paz y libertad decorosa. Pero ese bello sueño es turbado, hasta convertirse
en pesadilla, por la codicia y la explotación de minorías ajenas al noble ideal
de la convivencia humana.
Si algún
mérito me cabe por haber participado preeminentemente en esta revolución
democrática, gracias al honroso mandato presidencial que me otorgara el
Honorable Congreso Nacional, no es otro que el de haber comprendido esa
dolorosa realidad de nuestro pueblo, y haber luchado ardientemente por tratar
de transformarla en un porvenir cargado de esperanzas.
Creo firmemente que el pueblo dominicano terminará
por lograr su felicidad, y el 24 de Abril será siempre un símbolo estimulante
hacia la consecución definitiva de ella. Es nuestra obligación, como defensores
de la democracia, abonar la siembra generosa que comenzó en esa fecha inmortal.
Pero abonarla con entusiasmo creciente, con todo el espíritu, sin vacilaciones,
sin descanso. El mejor modo de hacerlo está en la unidad de todos nosotros, en
la vigilancia de todos nosotros, dispuestos mañana, como lo hemos estado hoy, a
correr todos los riesgos en defensa de la democracia dominicana y del honor
nacional.
Ante el
pueblo dominicano, ante sus dignos representantes que aquí encarnan el
Honorable Congreso Nacional, renuncio como Presidente Constitucional de la
República. Dios quiera y el pueblo pueda lograrlo, que esta sea la última vez
en nuestra historia que un Gobierno legítimo tenga que abandonar el poder bajo
la presión de fuerzas nacionales o extranjeras. Yo tengo fe en que así será.
Finalmente, invito al pueblo aquí reunido a hacer el siguiente
juramento:
En nombre
de los ideales de los Trinitarios y restauradores que forjaron la República
Dominicana.
Inspirados
en el sacrificio generoso de nuestros hermanos civiles y militares caídos en la
lucha constitucionalista.
Interpretando
los sentimientos del pueblo dominicano.
Juramos luchar por la retirada de las tropas extranjeras que se
encuentran en el territorio de nuestro país
Juramos luchar por la vigencia
de las libertades democráticas y los derechos humanos y no permitir intento
alguno para restablecer la tiranía.
Juramos luchar por la unión de todos los sectores
patrióticos para hacer a nuestra nación plenamente libre, plenamente soberana,
plenamente democrática.
CAAMAÑO, Septiembre 03 del 1965..